30.10.10

Mis adioses, mis regalos

Estaba sentada. Agotada y entera. Firme. Cuando lo escuchó, Cristina abrió la boca. En sus labios se leyó: “Dios mío”. El hombre la sacaba del inmenso dolor que la aplacaba, y la llevaba hacia un espacio mejor. Miró para todos lados buscando esa melodía, la del Ave María. Esa que venía de entre el tumulto de personas que habían ido a darle fuerzas. Se paró para buscarlo. Lo encontró. Le sostuvo la mirada mientras él entonaba cada vez más fuerte. El soprano Ernesto Bauer lo había decidido desde antes de entrar a la Casa Rosada. Quería regalarle a Cristina la posibilidad de engrandecer aun más el momento de despedida a su marido, con lo mejor que podía darle: su voz.


Durante los minutos que duró, el contrato entre el cantante y la Presidenta fue claro. Con posturas firmes y miradas sostenidas, ambos supieron que allí lo que se estaba declarando era el mayor de los respetos. Un respeto mutuo. Ella hacia él, por la posibilidad de brindar el arte supremo de transportar a las personas a espacios etéreos, efímeros e inmensos, y haber elegido ese como un momento para regalarlo. El hacia ella, por seguir en pie, por haber sido la compañera eterna de aquel hombre gigante, y por saberla portadora de la fortaleza necesaria para continuar avanzando.


Antes o después -el fluir de estas horas es confuso- también ellos habían ido a ofrendarle su corazón: el equipo de mozos que estuvo con Néstor durante toda su gestión estaba ahí para despedirlo. Los que le sirvieron café, lo conocieron triste y alegre, y compartieron miles de charlas, esas informales, las que rozan la confidencia y arrancan risas de complicidad infantil. Los hombres curtidos, los trabajadores de la infinita predisposición, portaban sus uniformes impecables y aplaudían hasta el cansancio a su amigo muerto. No, no eran de su familia. Pero seguramente habían compartido la misma intimidad que cualquier otro miembro de ella.


Por eso Aníbal, el contestatario hombre de fierro, se quebró. Porque los vio cercanos, cotidianos, y reconoció en ellos la misma tristeza por lo que se fue. De la pérdida del amigo, del compañero, del chistoso, del atrevido, del torpe, del astuto, del estratega, del chico y el adulto que ya no está cada mañana, cada tarde, cada noche en el espacio que el resto si habitará.


Los adioses fueron cientos de miles, de todos los espacios, razas, credos, sectores sociales, nacionalidades y géneros. Los regalos más impactantes, el de la música y el de la fidelidad, fueron los que quebraron en llantos imposibles de contener a la voluntad de cualquiera, aún de los que hayan querido fingir que este funeral podía ser uno más en la historia del país.



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